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—A nosotros, evidentemente.
—Más aún; no permitiría que su hijo se mezclara en nada, y a nosotros nos dejaría obrar, aun cuando quisiéramos echar la sal a puñados.
—Sin duda alguna.
—Dime más: si su hijo tuviese malos los ojos, ¿le permitiría tocarlos con sus manos, sabiendo que no entiende nada de medicina, o se lo impediría?
—Se lo impediría.
—Pero si nos tuviese a nosotros por buenos médicos, ¿no nos dejaría obrar, aun cuando quisiéramos llenar de ceniza los ojos del hijo, confiando en nuestra habilidad?
—Tienes razón.
—¿Y no sucedería lo mismo en cuantas ocasiones parezcamos nosotros más hábiles que su hijo?
—Necesariamente, Sócrates.
—Ya ves lo que sobre esto pasa, mi querido Lisis, en las cosas en que nos hemos hecho hábiles, se fía de nosotros todo el mundo, los griegos, los bárbaros, los hombres, las mujeres, y nadie nos impide obrar como mejor nos parezca; y no solo nos gobernamos a nosotros mismos, sino que gobernamos a los demás, y guardamos a la vez el uso y el provecho de todo lo que les pertenece. Pero en las cosas en que no tenemos ninguna experiencia, nadie querrá dejarse conducir a gusto nuestro; no habrá uno que no ponga obstáculos, y no solo los extraños, sino también nuestro padre, nuestra madre, y cualquier otro pariente más próximo, si pudiese haberle; seremos esclavos de los demás; y nuestros propios bienes no serán nuestros, puesto que no nos serán de ninguna utilidad. ¿Me concedes todo esto?