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—Tú mismo se lo dirás, Lisis, porque me has prestado mucha atención.

—Mucha, en efecto.

—Trata de recordar nuestra conversación para repetírsela, y si se te ha olvidado algo, me lo preguntas la primera vez que nos veamos.

—No dejaré de hacerlo, Sócrates, y vive persuadido de ello. Pero pregunta por lo menos a Menéxeno, sobre cualquier otro objeto, porque querría no dejar de escucharte hasta la hora de volver a casa.

—De acuerdo, puesto que lo exiges; pero es preciso que estés dispuesto a venir en mi auxilio, si Menéxeno me hace objeciones, porque ya sabes que es un gran disputador.

—Sí, ¡por Zeus!, es muy disputador, y por eso mismo deseo que hables con él.

—Para que sea yo materia de risa; ¿no es así?

—No ¡por Zeus!, sino para que le escarmientes.

—La cosa no es tan fácil, porque Menéxeno es un hombre terrible, es un verdadero discípulo de Ctesipo. Y el mismo Ctesipo, ¿no ves que está cerca de ti?

—No hagas caso de nada, y razona con Menéxeno; yo te lo suplico.

—Razonemos; también yo lo quiero.

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