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—Sí —respondió.
—Y cuando escribes, ¿no eres libre de trazar esta letra la primera y aquella la segunda y leerlas en seguida en el mismo orden? Asimismo, cuando coges la lira, ¿te impiden tus padres aflojar o apretar las cuerdas que quieres puntear o tocar con el plectro?
—No.
—¿Por qué razón te permiten unas cosas y te prohíben otras, según hemos dicho?
—Sin duda porque unas cosas las sé y otras no las sé.
—Bien, excelente joven. Luego, no es la edad la que espera tu padre para permitirte hacer todas las cosas, porque el día que te crea más hábil que él, ese día te confiará todos sus bienes y hasta su persona.
—Así lo pienso —dijo.
—Bien, pero dime; ¿tu vecino no hará contigo lo mismo que tu padre, y no crees que te entregará su casa para gobernarla, más bien que para administrarla, el día en que te crea más hábil que él?
—Creo que me la confiará.
—¿Y los atenienses a su vez no te confiarán sus negocios, en el momento en que te crean más experimentado?
—Sí, ciertamente.
—¡Por Zeus! —repuse yo—, ¿qué haría el gran rey de Persia? ¿Entre su hijo mayor y nosotros, a quién confiaría el cuidado de dar sazón a los distintos platos de su mesa, si le probásemos que nosotros somos más entendidos que su hijo en la preparación de condimentos?