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—Sí.
—¿Amaremos y seremos amados con relación a las cosas en que no podamos ser de alguna utilidad?
—No —dijo.
—¿Así es que tu padre no te amará respecto a las cosas en que no le seas útil, y lo mismo sucederá con todos los hombres, los unos respecto de los otros?
—Yo lo creo así.
—Si te haces hábil, querido mío, todo el mundo te amará, todo el mundo se unirá a ti por cariño, porque serás un hombre útil y bueno. Si no, no tendrás un amigo; ni tu padre, ni tu madre, ni tus parientes, ni ningún hombre, te amarán. Y dime, ¿es posible ser orgulloso cuando no se sabe nada, Lisis?
—Eso no puede ser.
—Y si tienes necesidad de un maestro, es prueba de que no sabes mucho.
—Sí.
—Por consiguiente, tú no eres orgulloso, puesto que no eres un sabio.
—No, ¡por Zeus! —respondió—, no creo serlo.
En este momento dirigí una mirada a Hipótales, y poco faltó para darle cara, porque vino a mi mente la idea de decirle:
—He aquí, Hipótales, cómo conviene hablar a la persona que se ama; he aquí cómo es bueno enseñarle modestia y humildad, en vez de corromperle, como tú haces con tus adulaciones. Pero viéndole muy inquieto y muy turbado por nuestra conversación, recordé que se había puesto detrás de los demás para ocultarse de Lisis. Contuve, pues, mi lengua, y guardé mis reflexiones. Menéxeno volvió y tomó asiento junto a Lisis. Entonces éste, con su gracia infantil, y sin dar cuenta a Menéxeno, me dijo por lo bajo: —Sócrates, repite ahora delante de Menéxeno todo lo que acabas de decirme.