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Como cuchicheábamos entre nosotros, Ctesipo dijo:

—¿Por qué habláis bajo, y no nos hacéis partícipes de la conversación?

—Todo lo contrario; se os va a dar parte, porque hay una cosa que Lisis no comprende, y sobre la que quiere que yo interrogue a Menéxeno, que la entenderá mejor, según dice.

—¿Por qué no preguntarle?

—Es lo que voy a hacer. Menéxeno, dije yo entonces, responde, te lo suplico, a la pregunta que te voy a hacer. Hay una cosa que yo deseo desde mi infancia, así como cada hombre tiene sus caprichos; uno quiere tener caballos; otro, perros; otro, oro; otro, honores. Para mí todo esto es indiferente, y no conozco cosa más envidiable en el mundo que tener amigos, y querría más tener un buen amigo que la mejor codorniz,[5] el mejor gallo, y lo que es más, ¡por Zeus!, el más hermoso caballo y el más precioso perro del mundo; sí, ¡por el Perro!, yo preferiría un amigo a todo el oro de Darío, y a Darío mismo; ¡tan apetecible y tan digna me parece la amistad! Y me llama la atención una cosa, y es que, siendo Lisis y tú tan jóvenes, hayáis tenido la fortuna de adquirir tan pronto un bien tan grande; tú, Menéxeno, inspirando a Lisis un afecto tan vivo y tan precoz; y tú, Lisis, que a tu vez has sabido conquistar a Menéxeno. Con respecto a mí, estoy tan distante de tal fortuna, que ni sé cómo un hombre se hace amigo de otro hombre. Aquí tienes la razón por la que te lo pregunto y te lo pregunto a ti, que tienes que saberlo.

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