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—Necesariamente.

—Henos aquí otra vez con la opinión que manifestamos antes: que muchos son amigos de los que no son sus amigos, y muchas veces de sus enemigos, cuando aman a quien no los ama o los aborrece. Además, muchas veces somos enemigos de gentes que no son enemigos nuestros, y que quizá son nuestros amigos, como cuando aborrecemos a quien no nos aborrece, y quizá nos ama.

—Eso es probable.

—Si el amigo no es el que ama, ni lo es el que es amado, ni tampoco el hombre que a la vez ama y es amado, ¿qué es lo que debemos deducir de aquí? ¿Existen entre los hombres otras relaciones, de las que pueda deducirse la amistad?

—Yo, Sócrates, no veo ninguna.

—¿Quizá, Menéxeno, al comenzar nuestra indagación, tomamos mal camino?

—Así es, Sócrates —exclamó Lisis, ruborizándose al pronunciar esta palabra, que me pareció habérsele escapado, efecto de la mucha atención que prestaba a lo que estábamos diciendo, y que se advertía claramente en su semblante.

Queriendo, pues, dar alguna tregua a Menéxeno, encantado como estaba yo del deseo de instruirse que manifestaba Lisis, emprendí con este la conversación.

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