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Ambos lo confesaron, y convinieron en que así era absolutamente. Yo mismo me consideré dichoso y me di por satisfecho, como el cazador que asegura su presa; más después, yo no sé cómo, concebí una terrible sospecha de que no habíamos descubierto la verdad. Y como de repente y turbado, dije:
—¡Ah!, Lisis y Menéxeno, gran riesgo corremos de que lo dicho no sea más que un precioso sueño.
—¿Por qué? —me preguntó Menéxeno.
—Me temo —le respondí— que nos hemos llevado chasco en nuestros discursos sobre la amistad, como sucede a los charlatanes.
—¿Cómo?
—Lo vamos a ver bien pronto; el que ama, ¿ama alguna cosa o no?
—Necesariamente alguna cosa.
—¿Lo ama por nada y en vista de nada, o lo ama por algo y en vista de alguna cosa?
—Por alguna causa ciertamente y en vista de alguna cosa.
—Y esta cosa, en vista de la que él ama, ¿la ama, o bien no es amiga ni enemiga suya?
—No puedo seguirte —me dijo.
—Tienes razón; quizá comprenderás más fácilmente de otra manera, y yo mismo sabré también mejor lo que quiero decir. El enfermo, como ya dijimos antes, es amigo del médico, ¿no es así?