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—Ciertamente.

—¿No se lo dará también a la vasija que contenga el vino?

—Ciertamente.

—¿No hará entonces más caso de una copa de barro o de tres medidas de vino que de su hijo? Y así es preciso decir, que lo que amamos no son estas cosas que buscamos en vista de otra, sino que amamos esta cosa misma, en cuya vista ansiamos las otras cosas; y aunque se diga que amamos el oro y el dinero, nada hay menos verdadero, porque lo que amamos es aquello en cuya vista damos valor al oro y al dinero y a otros bienes igualmente. ¿No es cierto esto?

—Muy cierto.

—Apliquemos este razonamiento a la amistad, y digamos que todas las cosas que llamamos amigas, amándolas en vista de otra cosa, no merecen este nombre; no hay más amigo que ese principio a que se refieren todas nuestras pretendidas amistades.

—Bien puede suceder que así sea.

—Por consiguiente, el amigo verdadero jamás es amado en vista de otro amigo.

—Eso es cierto.

—He aquí lo que resulta probado: el amigo no es amado en vista de otro amigo. ¿Pero no amamos lo bueno?

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