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PROTARCO. —Es cierto.

SÓCRATES. —Hablando de las virtudes, con respecto a la sabiduría, por ejemplo, ¿no es cierto, que la mayor parte, con pretensiones exageradas, no saben más que disputar, y que tienen de ella una falsa y mentirosa opinión?

PROTARCO. —Sin duda.

SÓCRATES. —Puede asegurarse con motivo que semejante disposición de espíritu es un mal.

PROTARCO. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Protarco, necesitamos dividir aún esto en dos, si queremos conocer la envidia pueril y la mezcla singular que en ella tiene lugar de placer y de dolor.

PROTARCO. —¿Cómo lo dividiremos en dos? Dímelo.

SÓCRATES. —Sí. ¿No es una necesidad, que todos los que conciben locamente está falsa opinión de sí mismos, sean partícipes, como el resto de los hombres, los unos de la fuerza y del poder, y los otros de las cualidades contrarias?

PROTARCO. —Es una necesidad.

SÓCRATES. —Distínguelos, pues, así, y si llamas ridículos a los que, teniendo tal opinión de sí mismos, son débiles e incapaces de vengarse cuando se burlan de ellos, no dirás más que la verdad; así como tampoco te engañarás diciendo que los que tienen a mano la fuerza para vengarse son temibles, violentos y odiosos. La ignorancia, en efecto, en las personas poderosas es vergonzosa y aborrecible, porque es perjudicial al prójimo, ella y cuanto a ella se parece; mientras que la ignorancia acompañada de la debilidad es el lote de los personajes ridículos.

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