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El efecto que me produjo aquella inesperada agresión, de sabido, inmotivada, no es para describirlo. Miré al fraile, un hombrón verdaderamente hercúleo y, a pesar de acordarme de mis arrebatos en el colegio en casos parecidos, consideré que saldría yo perdiendo si le contestaba con la merecida violencia, a la vez que no me perdonaría un desafío procedente de un fraile católico, apostólico, romano, siendo educado por mi parte en un credo protestante, y, además, reflexioné que me encontraba en corral ajeno y que si yo armaba el consiguiente escándalo, además de llevar la peor parte, me inhabilitaba para poder copiar el manuscrito y sufriría la filípica consiguiente por parte del director.

Todas estas razones me convencieron y me contuvieron, pero continué sin retirarme y ante mi actitud firme el fraile me dijo, tuteándome, que era lo que más me irritaba: «Márchate, desde luego, porque yo no te entregaré el manuscrito, que tú no podrás copiar, y, además, ¿quién me responde de cómo lo tratarás, y si me dejas caer un borrón en él?».


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