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Doña Juana parecía, por su tipo, más bien española que inglesa. Menudita, morena y dotada de verdadera belleza, era una enamorada de las costumbres españolas. Jamás la vimos tocarse con sombrero, cosa muy rara entre las extranjeras, y siempre usó la clásica mantilla de nuestras mujeres, y, como tenía el pelo negro, pasaba a primera vista como española.

La simpatía que inspiraba y sus actividades en la obra de propaganda que representaba su marido, director del colegio, movían al respeto a cuantos la trataban, del que no participábamos los que convivimos con ella, porque tan buena señora padecía un histerismo del que todos éramos víctimas, empezando por su esposo y por sus hijos. Se pasaba, a veces, hasta un mes sin salir de su cuarto y sin que las criadas la vieran, descargando sus iras cuando salía, principalmente, sobre los españoles que vivíamos en la casa, que habíamos de revestirnos de paciencia, muy puesta a prueba, imitando a sus deudos, sufriendo sus órdenes excéntricas, sus arbitrariedades y sus frases molestas.


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