Читать книгу Mis memorias онлайн
96 страница из 217
Recuerdo que más de una vez, para salir de su cuarto y aparecer en el comedor, exigía a su marido que los españoles que convivíamos con la familia no nos sentáramos a la mesa, ni comiéramos al mismo tiempo que ella, y don Federico, para resolver el conflicto, nos daba una peseta con cincuenta céntimos a cada uno para que comiéramos y cenásemos fuera de casa, con gran alegría por nuestra parte, porque a mediodía comíamos en una de las muchas casas de comidas derramadas en Madrid, en la que dábamos cuenta de un sabroso cocido madrileño, que nos sabía mucho mejor y nos nutría mucho más que las exóticas comidas alemanas que nos servían en casa. El cocido y un magnífico panecillo con parte del cual migábamos la sopa nos costaban cincuenta céntimos, y por la noche nos metíamos en una taberna «decente» donde por otros dos reales consumíamos un gran plato de habichuelas estofadas, con su pan correspondiente, acompañándolas algunos de una copita de vino. De modo que, durante la temporada que duraba aquella situación, comíamos mejor, desde luego, con más alegría y libertad, y ahorrábamos dinero, con el que yo me permitía adquirir algún libro de lance, lamentando todos volver a comer en casa, una vez aplacados los nervios de doña Juana, cuyo encuentro procurábamos esquivar, sin ponernos de acuerdo, para evitar inmotivadas reprimendas de su parte, a las que no contestábamos nunca.