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Desesperados por el hambre y el cansancio que nos dominaban, nos encaminamos al comedor, registrando las alacenas, encontrando, al fin, un trozo sobrante de un pastel bizcocho, hecho en casa, con que se celebró el cumpleaños de Teodoro, el hijo mayor del matrimonio Fliedner. Al verlo y sabiendo a lo que nos exponíamos, dominados por el hambre, comimos una pequeña parte de aquel pedazo de bollo, que no era más que un pan dulce, bastante ordinario.
Al día siguiente, doña Juana se enteró de lo sucedido por la noche y también de nuestro atrevimiento con el pastel y armó el gran alboroto, sobre todo al suponer que Emilio y yo habíamos consumado aquel «robo», así lo calificaba, confirmado por nosotros, que en realidad habíamos trabajado toda la noche heroicamente mientras todos dormían, esperando una felicitación. Desde entonces, se me conceptuó como el ladrón de la casa, de cuyo calificativo, injusto e indignante, participó don Federico al retornar de su viaje y a quien su cara mitad dio cuenta de tan horrendo «crimen», cometido por nosotros.