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Días antes de terminar las obras del pozo hube de arrojar sangre por la boca sin exhalar la menor queja; pero, por lo visto, Gustavo dio conocimiento de lo sucedido a doña Juana, que me llamó para preguntarme, demostrando sorpresa, qué me había pasado, indicándome entonces que suspendiera mi trabajo… terminado hacía dos o tres días. Mi respuesta fue echarme a llorar, dejándola plantada. La noche del día en que se terminaron los trabajos, Gustavo y Áurea me convidaron a cenar un sabroso guisado de patatas y pimientos, condimentados por ella, magnífica cocinera, que, poco después, había de contraer matrimonio con él. Los ingredientes del agasajo procedían del huerto, jurándonos la conveniencia de guardar el secreto para que doña Juana no lo supiera y evitar que el bueno de Gustavo, el explotado Gustavo que creó el huerto sobre una tierra estéril y abandonada, dejando sobre ella su sudor y su vida, fuera afrentado por la señora, como yo, cuando el trozo del pastel que comimos Emilio y yo aquella memorable noche en la que expusimos nuestras vidas y salvamos el pozo.