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Como marchaba al monasterio a las ocho de la mañana, después del desayuno y de su correspondiente y matutina reprimenda, y no volvía hasta las cinco de la tarde, al retorno me esperaba un martirio, aún más agudo, que llegó a poner en peligro mi vida y estuvo a punto de agotar mis ya débiles y juveniles fuerzas.
El pozo de la huerta no daba ya abasto al riego necesario, a pesar de estar funcionando la bomba durante todo el día, manejado a brazo por todos los muchachos del colegio que allí estábamos. Ello motivó una reforma en el interior del pozo iniciada por el simpático y laborioso Gustavo, que consistía en profundizar cuatro metros más y luego construir una galería de diez metros de largo y metro y medio de alto, por uno de ancho. Para ello se buscó a un obrero especializado… y nada más para completar la mano de obra, siendo sus ayudantes todos nosotros, que habíamos de encargarnos de la extracción de la tierra y del agua que manaba del manantial, cada día con mayor abundancia, por las nuevas vetas que aparecían en la galería según iba avanzando el pico del pocero, que exigía para proseguir su trabajo verse libre del agua y de los escombros.