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Pero a mí, por desgracia, me tocó el papel de ser su preferida víctima, tal vez por mi menguada edad, y el pararrayos de sus arrebatos de histerismo que suscitaban y ponían a presión mi temperamento, presto a la rebeldía. Claro es que procuraba evitar cruzarme con ella, pero, a veces, se presentaba en mi cuarto para darse el gusto de lanzarme algunos de sus sermones, que yo oía indiferente, sin escucharlos ni responderle lo más mínimo, hasta que se cansaba y se marchaba, tras un formidable pateo sobre el suelo, con una fuerza impropia de una mujer tan femenina y menuda como era, pero sostenida por sus nervios y arrebatos. Y esta situación me duró, como verdadera prueba, todo el tiempo que duró mi carrera.
El verano que pasé en El Escorial, cuando copié el manuscrito, hube de sufrir las consecuencias de su enfermedad, pues a las horas de comer, en las que no tenía más remedio que verla en la mesa, no hubo desayuno o comida en la que no fuera yo el objeto de sus iras injustificadas y sin pretexto alguno, que yo esquivaba, algún tanto, suprimiendo la comida de medio día, cambiándola por una rebanada de pan y un pedazo de queso, que no daba la sensación de un banquete cuando lo consumía, con tanta tranquilidad, al pie de la fuente de los Frailes del Monasterio, durante las dos horas que mediaban entre las sesiones, matutina y vespertina, en la sala de Juanelo. Hasta ya la figura del fraile bibliotecario me parecía, desde luego, más placentera que la airada, siempre, de doña Juana, que aquellos tres inolvidables meses de martirio pusieron a prueba a un pobre muchacho de dieciséis años que se veía obligado a sufrir aquel suplicio con la esperanza de terminar mi carrera.