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De ello me di cuenta cuando, estando ya en Madrid, al empezar las clases del curso siguiente, noté que cuando no se encontraba una cosa, que luego aparecía, se me preguntaba a mí, con irritante insistencia, si la había visto, sin que lo falso de la sospecha se demostrase siempre.

Esto me produjo una situación de indignación íntima que me hizo pensar, seriamente, en la necesidad de marcharme, con la protesta propia a la injusta infamia que conmigo se cometía, pero, dominándome, pensando en mi porvenir, que me requería resistir aquel nuevo sufrimiento y muchos más colmándome de paciencia, hasta terminar mi carrera y emanciparme, seguidamente, por la incompatibilidad creada con tanta injusticia.

Eso sí, desde entonces cambió mi carácter en el trato con los de la casa, diametralmente opuesto a mi manera de ser. Obedecía todo lo que se me mandaba, cumplía todos los trabajos y mandados que se me encargaban sin pronunciar la menor palabra y contestando con monosílabos a cuanto se me preguntaba, eludiendo con mi mutismo y con la seriedad de mi semblante todo intento de diálogo.


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