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Gustavo, que observaba con indignación y piedad, al mismo tiempo, nuestra situación, y, en espacial, la de Emilio y la mía, dejaba la llave puesta del horno del pan que él hacía, un día sí y otro no, para que repusiéramos nuestras fuerzas, durante alguno de los cortos descansos nocturnos, consumiendo el pan que quisiéramos, naturalmente sin percatarse de ello doña Juana.

Pero una noche, estando yo sobre el tablón en aquel duro trabajo dentro del pozo, observé abrirse una grieta en la antigua bóveda que le cubría y, dándome cuenta del peligro que corría, abandoné el cubo con que echaba el agua en la caldera y gatee por la escalera, con la mayor premura y espanto, surgiendo a la superficie con gran sorpresa de Emilio que manejaba arriba la bomba, dándole cuenta de lo que ocurría, debido al enorme peso que gravitaba sobre la bóveda, de las toneladas de la tierra extraída durante tantos días en que se iniciaron las obras.

Inmediatamente y para evitar un hundimiento del pozo, cogimos cada uno una pala y empezamos a aligerar de tierra la superficie que cubría la bóveda, sosteniendo nuestro esfuerzo con verdadero vértigo para evitarnos responsabilidades, hasta eso de las tres de la mañana, en que agotados de cansancio tiramos las palas y nos echamos al suelo, buscando un poco de descanso. Al cabo de una media hora, rompimos nuestro silencio observado por los dos durante la labor que acabábamos de ejecutar y que según el pocero evitó una catástrofe; nos acordamos del horno del pan, pero lo encontramos cerrado y sin la llave puesta.


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