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Un día, me preguntó en clase sobre uno de los padres de la Iglesia, me parece que San Ambrosio, contestando yo correctamente y con arreglo a sus explicaciones. Enumeré muchos de los himnos sagrados atribuidos a la inspiración del santo que aún se conservan en determinados actos religiosos, notando todos el desagrado que le producía mi explicación, al final de la cual, me dijo: «Muy bien, pero ha olvidado usted un himno, tal vez el más importante que la Iglesia canta en las grandes solemnidades, lo cual no me extraña, porque usted no es de los que pueden caerse dentro de ellas».
Quedé en silencio y aturdido, porque sus últimas palabras suponían, por su tono y por su gesto, mi pérdida de curso, pero viendo el efecto que había producido su inmotivado desplante en la clase, a guisa de justificación, me dijo:
–Me refiero al Te Deum.
–Dispénseme, señor Ayuso –le repliqué–, lo he mencionado entre los demás himnos.
Esta afirmación mía fue confirmada por todos mis compañeros, que puestos en pie dijeron que, efectivamente, lo había mencionado, llevando su enérgica actitud la confusión al jesuita que ocupaba la cátedra, que replicó bajando la cabeza: