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La ausencia de Federico Larrañaga motivó mayor intimidad entre Pedro Mora y yo, pues la coincidencia de nuestros caracteres atrajo hacia mí un paternal y consolador cariño por parte de su padre y del resto de su familia, abriéndome, como se verá, más adelante, el camino de mi providencial emancipación.

Las asignaturas que integraban mi último curso eran Literatura Española, con nuestro temido catedrático Sánchez Moguel, Literatura Griega y Latín, que, desde la fundación de la Universidad Central, regentaba el mencionado humanista don Alfredo Adolfo Camús,39 venerable anciano, aunque de espíritu juvenil, universitario de cuerpo entero, cuyas clases eran un ejemplo de erudición, cuando se las dejábamos dar, o un motivo de solaz pasatiempo provocado por nosotros, salpicado de curiosas anécdotas y hasta de graciosos cuentos, muchas veces de subido color expuestos por el simpático maestro, empleando el más limpio y selecto castellano.

De la cátedra de Lengua Hebrea estaba encargado el Dr. don Mariano Viscasillas, hombre lleno de entusiasmo por dicha disciplina, que explicaba con la mayor bondad, pero que para los alumnos suponía un verdadero tormento que duraba todo el curso, cual era llevar a cuestas durante toda la mañana y los intervalos de las clases la voluminosa Biblia en hebreo, que muchos portábamos, por comodidad relativa, con ayuda de un portafolios a guisa de maletín.


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