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Me casi instalé en la Biblioteca Nacional, estudié la obra, pedí y tomé nota de los manuscritos de la misma que se conservaban, en sección correspondiente, de los que hice una minuciosa descripción, especialmente paleográfica, como asimismo de las diversas ediciones sucesivas de la obra, de las que hice un cuidadoso estudio bibliográfico, entregando mi trabajo, como todos, en la fecha señalada. Transcurrieron bastantes días de clase sin que don Antonio nos expusiera su juicio, aunque sí nos dijo que estaba estudiando con el detenimiento que pudiera merecer cada uno de los trabajos, hasta que un día dedicó toda la hora de clase a discurrir sobre ellos, empezando por decir, con gran sorpresa mía, que los dos únicos trabajos que llenaban todos los requisitos de un verdadero trabajo de investigación bibliográfica eran los de Menéndez Pidal, sobre el Poema del Cid, y el de Manuel Castillo sobre el Libro de Patronio o El Conde Lucanor, del Infante Don Juan Manuel, considerando todos los demás muy inferiores, y en su mayor parte insignificantes. Ello me satisfizo interiormente, exteriorizado por el rubor, pues me subió el pavo extraordinariamente por el manifiesto cambio de opinión sobre mí que denunciaba la declaración y felicitación del profesor, llegando a los exámenes con tal seguridad que, como el de Menéndez Pidal, nos fue fácil lograr un esperado e indiscutible sobresaliente.