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Pasaba lista todos los días y nos explicaba la lección con toda serie de detalles, en la relación de los hechos y el juicio crítico de los mismos, con una facilidad de palabra que cautivaba y confirmaba las vagas noticias que, sobre él, teníamos.
Pero un día dentro del mes de octubre se nos presentó en clase diciéndonos:
Señores, ya no paso lista, ni tampoco pienso volver a esa cátedra, privándome de la conjunción con ustedes, mientras no se me den públicas y explícitas explicaciones que me satisfagan. Han de saber ustedes, señores, que se ha dicho en la sala de profesores que yo me tiño el bigote y la barba. Y Manuel Pedrayo jamás se tiñó la barba, prohibiéndome tal calumnia el gozar de la autoridad moral para ocupar, dignamente, este sitial, que abandono definitivamente para no volver más.
Su forma de expresarse y la actitud violenta adoptada por el maestro y, además, la falta de confianza que con él teníamos nos privaron de pronunciar la menor palabra, y aunque hubiéramos querido hacerlo, no nos dio tiempo a ello, puesto que, al terminar sus últimas palabras, se levantó, cogió su sombrero y salió de la cátedra, ausentándose de la Universidad, después de un par de sus cotidianas vueltas por el claustro y, naturalmente, sin poner los pies en la sala de profesores.