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No le volvimos a ver, y bastante tiempo después supimos que estaba recluido en una casa de salud, en su pueblo, Santiago de Compostela, donde diariamente daba su cátedra, a la que acudían estudiantes y profesores de su universidad.
A los pocos, muy pocos días, se hizo cargo de esa disciplina el auxiliar don Rodrigo Amador de los Ríos,42 hombre modesto, a pesar de lo mucho que valía y del prestigio con que contaba en las alturas culturales, pero, como sordo que era, harto desconfiado, defecto del que estuve a punto de ser víctima porque un día, estando en clase, me sorprendió conteniéndome la risa por una jugarreta que un compañero había hecho, al entrar en clase, al popular bedel Joaquinillo, harto conocido de los estudiantes de varias generaciones en la Universidad.
Don Rodrigo se encaró conmigo asegurando, indignado, que me había reído de él… y que ya lo sentiría a final de curso. Claro es que mis compañeros, ante la injusticia que encerraba la amenaza, estaban apercibidos para mi defensa cuando llegase la ocasión, y en vano fue que, al terminar la clase, me acercase a dar explicaciones al airado profesor, manifestándole su equivocación, por ser yo incapaz durante toda mi vida de faltar al respeto y al cariño debido a mis maestros. Me despidió con cajas destempladas, ratificando la amenaza proferida en clase, lo que suponía fatal sentencia que podía dar al traste con mi carrera. Me apercibí para la lucha, con esperanzas de obtener la victoria, como felizmente alcancé en caso parecido al del jesuita Ayuso, y me dediqué a estudiar, preferentemente, la asignatura para demostrarle, tanto en clase como en el examen, mi verdadera situación académica, pero en la primera no me preguntó más, aún rencoroso.