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–¡Bueno! La cosa ha pasado ya; no me guarde usted rencor y cuénteme en adelante como un buen amigo suyo.

–Muchas gracias –le contesté, despidiéndome de él con un saludo respetuoso, no dejando de estimar el manifiesto arrepentimiento de aquel hombre, cuya conducta obedeció, realmente, a una causa psicológica propia de su defecto físico.

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Ocurrió un hecho, durante el tercer curso de mi carrera, de carácter distinto al anterior, que pudo haber cambiado el curso de mi vida, puesto que me brindaba un horizonte de fácil e inmediata prosperidad económica, al que me negué, demostrando en mi rotunda negativa una experiencia y una madurez reflexiva impropias de mi edad, hijas de mis adversidades, volviendo la espalda a sus atractivos y guardando fidelidad a mis propósitos de terminar mi carrera, por encima de todo.

Se presentó en Madrid un personaje inglés que, en pocos días, se hizo el hombre más popular en la Corte, dando motivo a gran preocupación por parte de los intelectuales, sobre todo de los psiquiatras, que le dedicaban, diariamente, extensos artículos periodísticos en revistas y rotativos, pretendiendo investigar y explicar las causas de la novedad que traía, aquel individuo, en su maleta. Porque Mr. Cumberland,44 que así se llamaba el recién venido, «adivinaba» realmente el pensamiento y lo demostraba todas las noches con quien «quisiera comprobarlo» por sí mismo, entre el numeroso público que todas las noches llenaba el Teatro de la Comedia, con una ansiosa curiosidad sin precedente nuestro, ya que cuantas personas se prestaban al experimento, con manifiesta desconfianza, o por lo menos con gran prevención, salían asombrados del fenómeno y se convertían en sus verdaderos y espontáneos voceros.


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