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Yo permanecía en el cuarto, preso de la mayor preocupación, cuando me vinieron a llamar a la sala de parte de doña Juana.

–Manuel –me dijo–, Federico me dice que adivinas el pensamiento.

–No lo sé, señora –balbuceé, pues aún estaba bajo la impresión producida por lo que acababa de ocurrir–, pero parece que sí.

–Pues vamos a hacer un experimento que me convenza. Sal ahí fuera y vete al extremo de la casa, que allí te iremos a buscar.

Efectivamente, me marché a la cocina, que estaba en el extremo de un largo pasillo, adonde fueron a buscarme, entre ellos la hija más pequeña del director, Frida, que apenas tendría cuatro años. Aparecí en la sala con los ojos vendados, puse en imperceptible contacto mi mano con la de doña Juana y, sin titubear, me dirigí rápidamente al piano, detrás de cual me hice con su dedal, que allí había colocado esta.

El alboroto que se armó en la casa no es para describirlo. Aquella tarde se repitieron los experimentos, con todos, incluso con las criadas, siendo uno de ellos tocar en el piano unas teclas correspondientes a unas notas previamente pensadas y convenidas durante mi ausencia del salón, sin conocer yo tal instrumento más que de vista.


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