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La mayor parte de sus experimentos consistían en que, ausentándose del salón el adivino, custodiado por personas serias elegidas entre el público, se ocultaba un objeto, que este encontraba rápidamente y con los ojos vendados, con un simple contacto en su mano de la del que tomaba parte en el experimento, llamando sobre todo la atención de los espectadores la rapidez y la seguridad con que lo hacía.
Durante varias semanas, el inglés fue el hombre del día y su nombre se repetía todos los días en todas partes, en la prensa y hasta en romances que contaban los ciegos por las calles. La propia reina Regente, la nefasta «Doña Virtudes», como la llamaba el pueblo, con el permiso previo de su confesor organizó en palacio una sesión, invitando a todo el Gobierno y a altos funcionarios, lo mismo que a los más encopetados aristócratas.
Mr. Cumberland hizo sus experimentos y obtuvo un triunfo completo en el que se registraron escenas de verdadera comicidad, como la del marqués de Pidal, ministro de Cánovas, de lo más reaccionario y fanático de su partido, quien, invitado por el inglés al hacer alarde de su incredulidad para que se convenciera, personalmente animado por los presentes, se prestó al fin a ello, dando una sensación de miedo, porque, como el clero y la prensa católica, aunque no negaban la veracidad del hecho, lo atribuían a brujería en combinación con el mismo demonio, tenía la prevención de que Cumberland era una transformación del ángel rebelde. El experimento salió, como era de esperar, a las mil maravillas y el bueno de don Pedro Pidal, asustado y confuso, hubo de confirmarlo, pero con el propósito de ir, seguramente de madrugada, a visitar a su confesor, para que le descargara por si era pecado de la responsabilidad moral de su intervención.