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Una mañana, poco más tarde de las siete y media, me presenté en la facultad como todos los días para entrar en clase de Literatura Española, a las ocho en punto, cuando entrábamos todos en pos del catedrático, Sánchez Moguel, que tenía prohibida la entrada después de cerrar la puerta del aula, por lo que, para nosotros, un solo minuto de retraso suponía un falta a clase, cuyas consecuencias eran desde luego graves, razón por la cual todos llegábamos con anticipada puntualidad.

Al llegar me acerqué a un compacto grupo de compañeros que escuchaban a uno de ellos que la noche anterior había estado en el Teatro de la Comedia, en la calle del Príncipe, a ver a Cumberland, relatando, asombrado aún, cuanto había visto, describiendo la forma sencillísima que caracterizaba a sus experimentos que tanto asombro producían, puesto que solo consistía en un simple contacto con la mano del que le servía de medio, relatando de camino algunos de los experimentos que transformaban la expectación que demostraba el público al iniciarse, en un verdadero asombro que reflejaban todos los semblantes al terminar.


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