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Comentando el relato en casa, ninguno dio la menor importancia al hecho, que no tenía nada de particular, en comparación con lo que yo hacía. Federico no dejaba de animarme para que visitásemos la redacción de El Liberal, instalada al lado de nuestra casa, en la calle Almudena, y que me diera a conocer, haciendo ante los redactores algunos experimentos que armarían un alboroto en la capital. Pero yo me negué rotundamente, a pesar de comprender el efecto que haría en toda España el saber que un estudiante español, de poco más de dieciséis años, epataba, con mucho, al inglés, que no hubiera sido para contarlo.

Mi negativa obedecía, simplemente, al inmediato alboroto que se produciría y el número de empresarios que se me ofrecerían para explotar el jugoso y seguro negocio de exhibiciones, que me obligarían a viajar, si lo aceptaba, por toda España y por el extranjero, e incluso por América, con la seguridad de lograr, en poco tiempo, un buen capital.

Todo esto lo pensé sin perder la serenidad, porque vi, muy claramente, que me alejaba de mi firme propósito de terminar mi carrera, considerando, además, lo poco airoso en que quedaba al abandonar mis estudios. Por eso me negué en absoluto a lanzarme a tan atrayente y aventurado lance, de lo cual nunca me arrepentí.


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