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–El prólogos –respondí.

–Es que me pareció que había dicho que era el corifeo.

–Perdone si cometí ese lapsus, pero quise decir el prólogos.

Excuso decir que el auxiliar, que acababa de tragarse el paquete, ya no quiso interrogarme más.

Salí de la Sala de Grados, cansado y sudoroso, porque el caso no era para menos y me encontré con varios compañeros, recibiendo de ellos las felicitaciones y los abrazos de todos ellos que detrás de la puerta habían escuchado el examen, pues acostumbrábamos a no entrar ninguno en los exámenes de reválida, esperando todos con la mayor expectación el fallo de aquel tribunal, conceptuado como el del terror, cuando sonó el timbre, entrando Jorge a buscar la papeleta, saliendo seguidamente con ella en la mano, arremolinándose todos a su alrededor, menos yo, para leerla.

¡SOBRESALIENTE!, dijeron a una, dedicándome una ovación en la que se distinguió con excesivas alabanzas […] el oficial de la secretaría que me había escogido como víctima de su «negocio»: «Este sobresaliente debería escribirse en un cartel por su gran importancia y pasearlo tú –me decía– por toda la calle de San Bernardo».


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