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Aquel verano lo pasé también en Madrid, al servicio personal de don Federico, que, como siempre, me utilizaba para todo, desde la corrección de las pruebas de Revista Cristiana y de El Amigo de la Infancia,45 hasta llevarle las maletas, o ir al correo y llevar cartas a domicilio.
Por cierto, que al iniciarse el invierno de aquel año cayó enferma la cocinera, Sabina, una asturiana cerril y muy trabajadora con viruelas negras. Todos los de la casa se pusieron a salvo, marchando a El Escorial, y dejándonos solo a otra criada, a don Federico y a mí.
Una madrugada con un frío glacial, tocó don Federico a la puerta de mi cuarto, ordenándome que me vistiera inmediatamente y saliera en busca de Sabina, que, impulsada por la calentura y aprovechando que la otra criada dormía, se había lanzado a la calle descalza, en camisa y cubierta a medias con una manta de su cama.
Don Federico y yo nos echamos a la calle en su búsqueda, con distintos rumbos; él, por la calle Mayor, y yo por la de Bailén, el Viaducto, cuesta de la Vega y plaza de Oriente. Pero ni él ni yo dimos con ella, yéndose el director a dar cuenta a la policía, lográndose saber que unos guardias habían detenido, aún de noche, a Sabina, creyendo que era una mendiga, llevándola a la Casa de Socorro y, desde allí, trasladándola a una sala de variolosos del Hospital General, adonde fue don Federico para identificarla, pues no sabían quién era, y responder por ella.