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Me faltaba, aún, salvar el paso más difícil, más comprometido y más transcendental, cual eran los ejercicios de reválida que daban el espaldarazo definitivo a los nuevos licenciados.
Se formaron a esos efectos, por el Decanato, tres tribunales que, por disposición del mismo, habrían de examinar a los graduandos, por riguroso turno, según el orden en que presentaban sus solicitudes, disposición en la que todos confiábamos, por ser garantía de imparcialidad oficial y por aquello de que, como dice el refrán: «A quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga».
Pero, a espaldas del decano, suplantaba el poder divino el oficial de la secretaría del mismo, quien por cinco duros adscribía al interesado al tribunal que por sus componentes más le placía, salvándole del más riguroso y temido, constituido por don Nicolás Salmerón, don Marcelino Menéndez y Pelayo y por el auxiliar don Luis Montalvo, el del truco de los íberos que por una apuesta le «administré» en la clase de Historia Crítica de España.