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Por la tarde, le conté a Federico en casa lo que había oído en la universidad sobre lo que constituía, en Madrid, el suceso del día, y me propuso hacer una prueba, amoldándonos a la descripción que yo le relaté, a lo que me presté gustoso. Me salí de nuestro cuarto y cuando Federico me llamó, después de haber escondido un tintero debajo de su cama, entré con los ojos vendados, puse su mano sobre la mía tan tenuemente que casi no la tocaba, arrancándome repentinamente y dirigiéndome hacia el sitio donde se encontraba el tintero. Aunque Federico me aseguraba, un poco o un mucho asombrado, que el experimento había resultado perfecto, yo no le quería creer y convinimos en repetirlo con otro, para confirmarlo, previo juramento de obrar ambos con la mayor buena fe.
Salí nuevamente del cuarto y cuando Federico me llamó entré, nuevamente, con los ojos vendados en la misma forma que antes, me fui hacia mi mesilla de noche y detrás de ella cogí una plumilla, que era lo que mi compañero de habitación había escondido. Los dos no sabíamos qué decir, y salió corriendo Federico hacia la sala, donde estaba doña Juana, diciendo a voces: «Castillo adivina el pensamiento, como Cumberland».