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Al reincorporarse Amador de los Ríos a la cátedra y recorrer la lista se fijó en la nota, tan fácilmente ganada por mí, y me dirigió las siguientes palabras: «¡Caramba!, señor Castillo, ¡un sobresaliente…! Mañana dará usted la lección, a ver si es verdad que nos resulta usted un castillo histórico».

La injusta agresividad de sordo desconfiado y rencoroso proseguía en contra mía, pero sin lograr abatirme, sino todo lo contrario, me estimulaba, y al salir de clase me encaminé a la Biblioteca Nacional, refugio de los estudiantes pobres como yo, y me puse a estudiar y a tomar notas, con el mayor entusiasmo, para aquella enrevesada lección de nuestra historia de la época árabe, de la obra de Víctor Duruy, la mejor entonces de las publicadas sobre la materia. Continué mi trabajo toda la mañana siguiente faltando a las clases, puesto que me jugaba el todo por el todo, y, como era de esperar, por la tarde di mi lección contestando, además, cumplidamente a todas las objeciones y preguntas que me dirigió el maestro, muchas de ellas conceptuadas por todos como verdaderas pegas. Pero salí airoso, muy a pesar suyo, de aquel empeñado duelo, desarrollado en forma desigual, y al final del cual y al dar la hora el bedel me llamó aparte para decirme que, a pesar de todo, continuábamos, ambos, en la misma posición.


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