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Desde el colegio hasta el monasterio había más de dos kilómetros, cuesta arriba, que hacía más penosa la ruta por el violento calor del sol que abrasaba. La sala Juanelo se abría desde las nueve hasta las doce, con rigurosa puntualidad, y de dos a cuatro de la tarde, y yo salía de casa a las ocho de la mañana para llegar al monasterio puntualmente, de tal modo que cuando abrían la puerta siempre me encontraba el fraile esperando.

Los primeros días, las dos horas, entre doce y dos, las aprovechaba para ir a comer a casa y volver a mi trabajo, hecho agotador, que me obligó a pedir que me preparasen una merienda que me serviría de comida, para evitarme el molesto viaje en aquellas horas de verdadera asfixia. Y en efecto, la señora del director ordenó, tras mis súplicas, que me preparasen un poco de queso entre dos rebanadas de pan, único alimento, para un muchacho de dieciséis años, que sustituía a la comida de mediodía; y con tan suculenta comida al dar las doce me encaminaba al bosque adjunto al monasterio, llamado La Herrería, y sentándome bajo la confortable sombra de un árbol, consumía en un santiamén mi frugal «comida», y luego me acercaba a la fuente de los Frailes, cuya fresquísima agua me confortaba extraordinariamente, tumbándome después sobre el césped, contando las campanadas del reloj de la antigua torre, cuarto, tras cuarto, hasta las dos menos diez minutos, en que me encaminaba a reanudar la tarea, que una vez terminada entregué a la señora del director, que la remitió a su marido, en Alemania, donde estaba de viaje de propaganda y de recaudación de fondos, no volviendo a saber ni a ocuparme del asunto, aunque, tiempo después, supe que el director percibió por aquel trabajo 1.500 marcos que el catedrático de Erfurt remitió para mí, y de los cuales no vi ni un céntimo, y que un folleto, que sobre el manuscrito y su texto publicó dicho señor, ponía por las nubes al estudiante español Manuel Castillo, por su cuidada copia.


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