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Realmente, aquel fue un desengaño más de los ya muchos sufridos en el colegio, a los que estaba tan acostumbrado que no me produjo el menor efecto, convencido de que la protección que se me dispensaba, dándome la carrera, era, desgraciadamente, una especulación de la que yo era, a la vez, pretexto y víctima. Posteriormente, los hechos que se sucedieron, en crescendo, lo confirmaron. Era la señora, doña Juana Brown de Fliedner,35 esposa del director, escocesa de origen e hija de un famoso botánico por sus obras publicadas y por sus descubrimientos, conocidos mundialmente, producto de sus estudios sobre muchas especies de plantas tropicales, descubiertas, descritas y catalogadas por él durante varios años que pasó en el sur de África, pensionado por el Gobierno inglés, percatándome yo del nombre del que gozaba entre los hombres de ciencia, porque venido a ver a su hija y a sus nietos pasó con estos y con nosotros varias semanas en El Escorial, donde un día fue visitado por el Claustro de Profesores de la Escuela de Ingenieros de Montes, instalada en el vulgarmente llamado Escorial de Arriba, para saludarle e invitarle a honrar con su visita dicho centro, pues estimaban su visita como un hecho relevante en la historia de la escuela. El respeto y la admiración con que le hablaban demostraban plenamente la justa fama de que gozaba aquel hombre de ciencia, un viejecito muy simpático, con el que yo, diariamente, daba algún corto paseo por el bosque de La Herrería.


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