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Sally Price (1989) lleva la razón en denunciar la esencialización del arte «primitivo» y su consecuente marginación. Defiende que este arte merece que los occidentales lo aprecien según los mismos estándares críticos que usamos con nuestras obras. El arte de culturas no occidentales no es en esencia distinto del nuestro, pues lo producen artistas de talento, individuales y creativos, en una expresión espontánea de sus instintos primitivos o también como exponentes comunes de algún estilo «tribal» rígido. Como otros académicos contemporáneos de las artes etnográficas (Coote 1992, 1996; Morphy 1994, 1996), Price piensa que cada cultura tiene una estética específica, y que la tarea de la antropología del arte es definir sus características para que se puedan considerar las contribuciones estéticas de los artistas no occidentales correctamente, es decir, en relación con las intenciones específicas a su cultura. La autora argumenta:

El punto central del problema, tal y como yo lo entiendo, es que la apreciación del arte primitivo casi siempre se ha configurado en términos de una dialéctica falaz. La primera posibilidad es dejar que el ojo que evalúa lo estético sea nuestra guía sobre la base de cierto concepto indefinido de belleza universal. La otra es sumergirnos en el «saber tribal» para descubrir la función utilitaria o ritual de los objetos en cuestión. Generalmente, ambas vías se consideran opuestas e incompatibles (…). Yo propondría la posibilidad de una tercera conceptualización que se encuentre entre los dos extremos (…). Para ello, se necesita adoptar dos principios que aún no disfrutan de amplia aceptación entre los académicos de las sociedades occidentales.

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