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No objeto las ideas de Price en lo que concierne a potenciar el reconocimiento del arte y los artistas no occidentales. ¿Qué persona bien intencionada podría oponerse a tal propuesta? Solo los «expertos» que obtienen una satisfacción reaccionaria de imaginar que los productores cuyo «arte primitivo» les gusta coleccionar son salvajes que acaban de bajar de los árboles. A esos idiotas se los puede desechar sin reparo alguno.

De todos modos, no creo que la elucidación de los sistemas estéticos no occidentales constituya una «antropología» del arte. En primer lugar, un proyecto como ese es más cultural que social. Desde mi punto de vista, la antropología pertenece a las ciencias sociales, no a las humanidades. Confieso que la diferencia es huidiza, pero sí implica que la «antropología del arte» se centra en el contexto social de la producción, circulación y recepción del arte, no tanto en la valoración de obras particulares, función que, considero, corresponde al crítico. Es interesante averiguar, por ejemplo, por qué la tribu yoruba valora que una escultura es superior estéticamente a otra (R. F. Thompson 1973), pero eso no indica por qué tal tribu esculpe, para empezar. La presencia de un elevado número de esculturas, tallistas y críticos de esculturas en Yorubalandia en una época determinada es un hecho social cuya explicación no se encuentra en la estética indígena. De manera similar, nuestras preferencias estéticas no pueden explicar por sí mismas la existencia de los objetos que reunimos en los museos y que consideramos desde un punto de vista estético. Los juicios estéticos son solo actos mentales interiores. Por otra parte, los objetos de arte se producen y circulan en el mundo externo físico y social. La producción y la circulación tienen que sostenerse sobre ciertos procesos sociales objetivos que se conecten con otros distintos, como el intercambio, la política, la religión y el parentesco. Si no hubiera, por ejemplo, sociedades secretas como el Poro o el Sande en África occidental, no existirían las máscaras que ellas producen. Estos objetos los podemos contemplar estéticamente nosotros, o el público indígena, solo por la presencia de ciertas instituciones sociales en la región. Incluso, si concediéramos que existe algo similar a la «estética» en el ideario de todas las culturas, estaríamos lejos aún de poseer una teoría que explicara la producción y circulación de obras particulares de arte en entornos sociales determinados. De hecho, como ya he argumentado previamente (A. Gell 1995), no me convence en absoluto la idea de que toda «cultura» tenga en su ideario un componente comparable a nuestra «estética». Creo que el deseo de ver el arte de otras culturas estéticamente nos dice más de nuestra propia ideología y de la veneración casi religiosa de los objetos de arte como talismanes estéticos, que de aquellas otras culturas. El proyecto de la «estética indígena» está, en esencia, orientado a refinar y expandir la sensibilidad estética del público occidental al proporcionar un contexto cultural en que los objetos de arte no occidentales pueden asimilarse a las categorías de valoración artístico-estética de Occidente. Esto en sí mismo no es perjudicial, pero, aun así, no llega a ser una teoría antropológica sobre la producción y circulación del arte.

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