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En efecto, semejante implicación del hombre en el seno de aquello de lo que habla es algo habitual en la historia de la filosofía, e incluso es una característica distintiva de la misma, ya que no podemos imaginar a nadie preguntarse por el bien o la verdad sin reconocer que habla también de sí mismo. ¿Cómo preguntarse por la belleza sin vibrar internamente con las composiciones más hermosas de Bach o los poemas de Víctor Hugo? Cada una de las grandes afirmaciones filosóficas sobre la vida, el amor, la justicia o el cuerpo, implica al hombre de manera distinta a como lo hacen otras disciplinas: en cada una de ellas él está implicado.

Pero, con el mal, sucede algo más: la pregunta no es del mismo tenor. No solo sacude a todos y cada uno, no solo el mal abruma a la humanidad, no solo conmueve al mundo entero, sino que parece no tiene más realidad que justamente esta sacudida interna. El mal parece existir solo con la experiencia que da fe de él.

Y es necesario, en cierto sentido, dar razón de este sentimiento: porque no hay en el mundo árboles, perros o pájaros, abejas, seres humanos y además males. Parece como si la experiencia del mal abarcara la totalidad del campo arado por él.

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