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Incluso si las dos preguntas están relacionadas, incluso si la segunda depende de la primera, e incluso si el «qué» es una forma de preguntar «por qué», no es menos cierto que la experiencia del mal está agazapada tras el mal sobre el cual el espíritu se interroga. ¿Quiénes somos nosotros que, a fin de cuentas, sentados en este sillón, leyendo con relativa comodidad, quiénes somos para atrevernos a hablar sobre el mal? Simplemente atrevernos. ¿Quiénes somos nosotros, científicos, filósofos o teólogos, padres o madres de familia? ¿Quiénes somos nosotros, trabajadores de fábrica, amenazados por el desempleo, jubilados, enfermos o sanos, quiénes somos nosotros para hablar de Auschwitz, Alepo o del horror de la guerra? ¿Quiénes somos para hablar de la perversidad del mal? ¿Por quién nos tomamos, golpeados quizás en nuestras propias vidas, pero al fin y al cabo vivos, para hablar en nombre de los muertos? ¿Quiénes somos nosotros, torpes portavoces de los enfermos y de los que sufren, para abrir nuestras bocas, esbozar algunas palabras o pensar en el mal, cuando tanto sufrimiento anega a los seres humanos? ¿No sería más decente callar? Uno puede ya adivinarlo: este libro terminará en el silencio. Es la única opción real. Pero para alcanzar mejor este silencio, para hacerlo un poco más rico, un poco más denso, un poco más misterioso, debemos atrevernos a preguntarnos por el mal al tiempo que atendemos a una experiencia radical: la de la desgracia.