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En el conjunto de males y desgracias, este mal cometido a sabiendas por los seres humanos, el «mal moral», es sin duda el más singular, porque se adorna con los oropeles del bien: bajo la apariencia de «buena voluntad» o benevolencia se acurrucan las miserias más devastadoras. Lo sabemos desde hace dos mil años y cada uno lo experimenta a diario: en el momento en que hago el mal, nunca lo percibo como tal, sino que me persuado de estar haciendo lo mejor. Así pues, será necesario explicar esta extraña seducción.

Lo haré un poco al final de este libro, pero comenzaré poniendo el acento en la objetividad del mal, continuando el análisis por la resonancia subjetiva que recibe en el corazón humano: el mal produce ordinariamente desgracia. El objetivo de este libro es distinguir claramente estos dos polos, primero el objetivo y luego el subjetivo, el mal por un lado y la desgracia por otro, para articularlos entre sí sin confundirlos ni separarlos. Porque la confusión se instala de manera inquietante tan pronto como uno reduce el mal solo a la resonancia subjetiva que provoca: uno se engaña a sí mismo imaginando que solo hay daño si uno lo experimenta. Confundir el mal y el sufrimiento conduce a esta ilusión: que bastaría con reducir el sufrimiento para vencer el mal. ¡Como si un analgésico curara una enfermedad! No es así. Y, sin embargo, esta forma de «pathocentrismo» se está extendiendo por todas partes en este inicio del siglo XXI, transmitida por corrientes filosóficas de moda como el utilitarismo, cuya naturaleza deletérea induce una buena conciencia engañosa: hace creer que bastaría con escapar del sufrimiento para vencer el mal. Semejante actitud, conocida familiarmente como la «política del avestruz», entierra la cabeza en la arena del bienestar. Esta tendrá el efecto de aliviar el sufrimiento (polo subjetivo), lo cual es una buena noticia, pero velándose el rostro porque deja hacer al mal (polo objetivo), lo cual es una noticia menos alegre. Esta observación crítica no implica de ninguna manera desequilibrar su vida en la dirección opuesta, lo cual fue el destino de los doloristas hasta llegar a hacer la apología del sufrimiento. ¡No! Debe combatirse el mal en todas sus formas, sin respiro ni cuartel, en su contenido objetivo y en su repercusión subjetiva, sin indulgencia, incluso si el sufrimiento no tiene que ser suprimido a cualquier precio y especialmente si su atenuación indujera un daño mayor. Algunos ejemplos nos servirán para ilustrarlo, tomados principalmente del campo de la medicina y del de la bioética, en razón de su actualidad. Baste por el momento indicar que son los dos polos conjuntos, subjetivo en la desgracia experimentada, objetivo en el mal, los que servirán como hilo conductor de este análisis. Procederé por profundizaciones sucesivas, voluntariamente repetitivas, y por círculos concéntricos, donde se insertarán algunos temas de actualidad.

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