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Lo misterioso, pues, no es el mal, sino su presencia. Lo que supera realmente la inteligencia no es el mal, sino la existencia de semejante grieta en el seno del bien, su articulación con aquello que es. El misterio no es tanto el mal, cuanto el sentido de la coexistencia de Dios y de tal privación, el sentido del fracaso posible o real de nuestros más bellos proyectos, las rupturas en el amor que solo busca durar, las deformidades que desnaturalizan la belleza, las epidemias que diezman las poblaciones, la muerte de los inocentes, y también la de los no-inocentes, las heridas infligidas a los niños y el llanto de esta madre por sus hijos.

Pero lo más misterioso, lo más angustiante, lo más insoportable y, por desgracia, lo más seductor, es el daño producido por la libertad humana que induce mentiras y violencias, provoca las guerras, la traiciones, los robos y las rapiñas, las agresiones sexuales y tantos otros dramas. La letanía se extendería sin fin, tal vez infinitamente, menos infinitamente, sin embargo, que la larga cadena de acciones hermosas y alegres, aunque más visible, más impactante, más insoportable, pues uno se pregunta cómo es posible que los seres humanos realicen actos de tal atrocidad. Y no estoy hablando únicamente de los horrores que la humanidad ha producido desde siempre, con una extensión nunca parecida a la del siglo XX, sino que me refiero a lo más sorprendente: a estos pequeños actos del día a día, en el trabajo, en las asociaciones y en las familias. ¿Cómo es posible que, tratando de hacer lo mejor, uno llegue a dañar a los que ama? ¿No es un extraño funcionamiento de nuestro psiquismo que el amor produzca rupturas? Porque es siempre bajo capa de amor que el corazón humano se desgarra, que las familias se dividen, que las parejas se separan, que los cónyuges se alejan, que unos y otros, a veces con la más honesta sinceridad, animados con las más loables intenciones, se arrancan el corazón y dejan lamentablemente alejarse a sus seres queridos.

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