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De distintas formas nosotros observamos el efecto antes de conocer su causa, que, sin embargo, goza objetivamente de la primacía: observamos las nubes y la lluvia sin conocer los fenómenos meteorológicos que las producen. Los ejemplos son innumerables en todas las ciencias experimentales, ciencias exactas o ciencias humanas. Lo mismo ocurre con la filosofía: los fenómenos aparentes de las cosas nos son conocidos antes que su realidad más íntima. Finalmente, así es la vida: lo que percibo de la apariencia de alguien me es accesible antes que su vida íntima. La sustancia de las cosas nos es conocida a través de sus manifestaciones, que se dan primero a la experiencia sensorial.

La causa de los sucesos nos es, pues, conocida después que sus efectos. Lo mismo sucede con el mal. El hecho negativo que produce tristeza nos es revelado por la tristeza experimentada. Es el dolor el que alerta de una enfermedad, aunque la enfermedad haya causado el dolor. Sería una irresponsabilidad conformarse con aliviar un dolor sin tratar de delimitar el mal para eliminarlo. Curar un síntoma rara vez es suficiente. Pero al mismo tiempo conviene subrayar que es el dolor el que ordinariamente advierte, y que es por este efecto que el mal objetivo se nos manifiesta: la desgracia revela el mal.

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