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En este sentido, hay desde luego un ser de la obra para el artista mismo y anterior a su propio acto. Pero es conveniente añadir enseguida que este ser que nos es inaccesible, le es inaccesible a él también, de manera que tampoco el artista nos puede facilitar su acceso. La obra, antes de ser hecha por el artista, solo se le presenta como exigencia, no como idea que pueda pensarse. El artista solo puede pensar sus proyectos, y estos, incluso si son realmente tales, se presentarán más bien como bosquejos: no son la idea que madura en él, son intentos o ensayos que se multiplican, y la obra real brotará al fin. Cuando trabaja preparando sus planos, realizando sus esquemas, retomando su bosquejo, no está en trance de confrontar lo que hace con la idea de la obra, de la que él pudiera disponer previamente, sino que simplemente juzga lo que hace, y al sufrir cualquier decepción o cuando experimenta una especie de llamada, piensa: «aún no es esto», y vuelve a ponerse a trabajar; pero lo que pueda ser «eso» que busca, ni siquiera él lo sabe, y solo lo sabrá cuando la obra, terminada al fin, le dispense de todo ello y se haga patente; quizá, incluso entonces, tenga la impresión aún de no haber salido del paso y de que si se detiene ahí es más bien por fatiga o por impotencia, sin haber cumplido su misión; las obras ya realizadas solo le parecen entonces como etapas que le llevan hacia lo que le queda todavía por hacer y que si no lo ha hecho es porque no lo conoce. La única oportunidad que tiene de conocer la obra es la de descubrirla haciéndola; su único recurso es el «hacer», cuya recompensa será el «ver».13

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