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¿Quiere esto decir que el artista ve ya su obra como yo puedo ver a Pedro en la imagen fotográfica, o incluso como lo ve un soñador? No, ya que la ejecución tendría entonces otra apariencia distinta y no conocería los arrepentimientos o las vacilaciones. El creador no ve, siente: ¿qué es lo que siente? Una certeza, la evidencia de dar la medida de una tarea y de haberse arriesgado en un camino jalonado por sus obras precedentes; pero también un deseo de responder a una llamada: algo quiere existir; en ello ha pensado el artista desde hace tiempo, en términos de oficio, no se olvide, intraducibles para el profano, tanto por su referencia a algo personal como por su carácter técnico, ya que el artista se debate consigo mismo cuando piensa en colores, armonías o personajes. Este trabajo de meditación, como la gestación de la mujer, se esfuerza en fijar y en liberar: estamos ante algo que quiere ser, que desea existir. La obra que el artista lleva consigo, en este nivel, es ya una exigencia. Pero solo exigencia y además interior al creador; no es algo que pueda ver o imitar. Al prepararse para la ejecución, el artista se pone en estado de gracia y la exigencia que le embarga es la expresión de una cierta lógica interior: lógica de un cierto desarrollo técnico, de una cierta investigación propiamente estética, de una maduración espiritual; y todo ello se confunde en el artista y el artista es el que se confunde en ello: más profundamente que cualquier otro hombre, se hace haciendo y hace porque se hace a sí mismo.

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