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Así, la obra es una exigencia infinita que exige una realización finita, y que se consuma cada vez que la obra nos es presentada con suficiente evidencia y rigor, sin notas discordantes, y cuando todo invita a que nuestra percepción salude en ella al objeto estético; la verdad de la obra que poseemos así es realmente la verdad que la obra impone y que se nos impone.

Esta trascendencia, si tiene un sentido es ante todo para el ejecutante; a pesar de que ejecute la obra imaginando una obra ya hecha o lea el texto imaginando lo representado. Al menos él debe ejecutarla realmente: la verdad de la obra es para él no algo dado sino una tarea. Y la virtud principal que se requiere al ejecutante es la docilidad. Los grandes directores de escena están totalmente de acuerdo en este punto8 y también los directores de orquesta. Docilidad difícil y que posee, desde luego, grados diversos. Difícil por múltiples razones que afectan tanto a la obra como al ejecutante. Por un lado, porque se exigen al ejecutante tal cúmulo de cualidades, relativas al virtuosismo y a la inteligencia, que no puede dejar de tomar conciencia de su importancia. Por otra parte, porque su contribución quizá no solo se limite a ser la propia de un ejecutante sino la de un artista: así ocurre con el pintor que diseña los decorados, el compositor que escribe la música de escena, el cineasta que elabora el fondo para el Cristóbal Colón de Claudel.9 Finalmente porque la obra, tal como sale de las manos del autor, le permite de hecho más amplia iniciativa. La ejecución aún debe inventarse, y la representación es una creación. De ahí proviene que el ejecutante esté tentado de tomarse a sí mismo como fin, en vez de considerar la obra como su fin. Y de todo esto proceden no solo ciertos errores de interpretación, respetables e interesantes cuando se originan más por exceso de celo que de presunción, como cuando hemos constatado que el papel de Bérénice se resiste a un intérprete (Baty) o el de Tartuffo a otro (Jouvet), y menos interesantes en el caso de que procedan de la incomprensión o de la torpeza, sino también lo que Goubier califica de herejías, dándonos múltiples ejemplos de ello. Pueden distinguirse aquí las herejías del colaborador que no quiere someterse a una disciplina, como puede ser el caso del libretista que intenta sacudirse el yugo de la misma, o del músico que desearía eclipsar la obra de teatro, y las herejías del ejecutante que se toma excesivas libertades con la obra, bien sea para hacer prevalecer su interpretación, o bien por convertirse en vedette: Sarah Bernhardt interpretó Fedra, aunque prefería a V. Sardou dado que su genio estallaba intentando salvar un texto mediocre más que sirviendo a un texto genial.

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