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Sucede, a veces, que para apreciar la calidad de la ejecución se recurre a las intenciones del autor; esto es lo que hacen los pertenecientes a la crítica de discos instituida por la radio, sin olvidar lo que esta referencia por sí misma puede tener de equívoca, ya que si, por ejemplo, hacen ver la enfática y vulgar interpretación que cierta grabación ha realizado del Requiem de Fauré, apelando a lo que hay de religioso en Fauré, saben muy bien que Fauré ha estado encargado del órgano de la iglesia de San Francisco Javier durante veinte años sin practicar la religión: lo que pueda haber de religioso en Fauré no alcanza a su vida privada sino a su obra; y ¿cómo saberlo si no es oyendo su obra? Como tendremos ocasión de ver, la experiencia estética va de la obra al oyente.6 Por añadidura, sucede asimismo que, sin conocer la obra ni saber previamente nada del autor, somos capaces de juzgar a pesar de todo una ejecución. ¿Acaso la ejecución, al manifestar la obra, no se denuncia a sí misma? Por otro lado, es curioso que seamos más sensibles a las faltas de la ejecución que a sus virtudes: si es buena la interpretación, desaparece ante la obra, el ser y el aparecer coinciden verdaderamente, y nos entregamos por entero al objeto estético. Las faltas son las que nos ponen alerta; nos parece entonces que algo suena falso, que un error de concordancia se hace patente y que debe achacarse a la ejecución: que el tempo del andante sea demasiado rápido, la actitud del actor demasiado lenta, el decorado demasiado chillón, la cabriola del danzarín demasiado pesada, el encanto… y entonces el encanto se quiebra y exigimos cuentas al ejecutante en cuestión, o mejor dicho, es la obra la que pide cuentas ya que la traicionada ha sido ella.

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