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Al igual que la idea, según Hegel, pasa por la naturaleza, también aquí el objeto estético pasa por el hombre. El hombre se transforma en su materia; materia preciosa, dúctil y rebelde a la vez, que se desvanece cada vez que el hombre cesa de actuar. Si la materia de la obra es lo sensible, es necesario que lo sensible sea producido por el hombre, al igual que los sonidos son producidos por el músico, o que lo sensible sea el cuerpo mismo del hombre en tanto que se ofrece a la vista, como en las actitudes del bailarín del actor. ¿Pero cuál es el estatuto del ejecutante? Así como el esclavo, según Aristóteles, tiene la voluntad depositada en su amo así él tiene su voluntad en la obra: se halla poseído, alienado, dócil a una intención extraña y ajena; es sabido cómo Sartre ha desarrollado la famosa paradoja de Diderot mostrando cómo el actor, atrapado por lo irreal, se irrealiza en el personaje que encarna.4 No se trata de que realice ciertos gestos, previamente «contratados», o que se limite a obedecer mecánicamente una serie de instrucciones; el texto no es un esquema que sirva para arropar los gestos o palabras; hay que darle vida, hacerle vivir por sí mismo: el actor que crea, como habitualmente se dice, un papel mediante la vida que insufla a la obra, tiene derecho de llamarse artista. La idea contenida en la obra, si queremos utilizar el lenguaje hegeliano, reclama algo más que el que se la traduzca: necesita ser vivida para ser auténticamente una idea. Ya que una idea que permanece en los limbos de la interioridad, hasta que no se la someta a prueba, no es plenamente una idea. Así, gracias al intérprete, a través del hombre, se nos presenta la obra y nos habla. El hombre es el objeto significante por excelencia. Sin duda alguna, la significación procede de las palabras que pronuncia el actor o de los sonidos que produce el virtuoso; pero las palabras solo alcanzan su pleno sentido cuando se profieren; el lenguaje logra su completo destino de esta manera, que es el de «ser hablado». El sentido de una palabra no es separable de los componentes corporales que se añaden a ella: acento, entonación, mímica. Lo que Husserl denomina las cualidades de manifestación no manifiestan solamente el contenido psicológico sino el sentido mismo; o mejor dicho, el sentido se halla ligado al contenido psicológico, lo que se dice es inseparable de aquello que se quiere decir y de la forma en que se dice. Precisamente por eso un poema no puede ser apreciado plenamente si no se recita; la mera lectura empobrece sus posibilidades. Y con más razón aún si en vez de un poema se trata de una obra de teatro. Solo por la voz humana el lenguaje se convierte en un acontecimiento humano y los signos asumen su verdadera función. Lo mismo se puede decir de los sonidos musicales: el violín no vibra si el hombre no vibra; el instrumento es al ejecutante lo que la garganta al cantante: la prolongación de su cuerpo, de manera que, una vez más, es en el cuerpo humano donde la música se encarna, pero esta vez en un cuerpo disciplinado por el instrumento y que debió plegarse a unos prolongados ejercicios para convertirse el mismo en instrumento del instrumento. Esto se ve más claro aún en el director de orquesta que, como el director de escena o el coreógrafo, es el mediador necesario entre la obra y el ejecutante: ordena y controla la ejecución porque en él la obra halla su unidad; y la encuentra precisamente porque se introduce en él porque vive en él, porque él la hace visible, incluso con sus propias pantomimas, por muy sobrios que sean sus gestos, quizá como una especie de bailarín que encarna en sí mismo el ballet. Mejor aún, en el caso de la música, la danza es un lenguaje significante porque es transmitida por el hombre.

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