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Así, la ejecución verifica la calidad de la obra o al menos esta cualidad básica: el libre juego de lo sensible que el ejecutante despliega. Esto ya es suficiente como para establecer la responsabilidad del ejecutante: si manifiesta y exterioriza la obra, debe sin duda serle fiel. Pero, ¿fiel respecto a qué? Nos topamos con el problema del estatuto de la obra, incluso antes de la ejecución. Para el espectador o el crítico, e incluso para el intérprete, este problema halla su expresión en un círculo: cuando abandonamos la actitud estética para apreciar la interpretación de una obra, juzgamos la interpretación en función de la obra, porque conocemos la obra a partir de las interpretaciones. Sin embargo, es necesario reconocer y admitir una verdad de la obra, independiente de la ejecución o anterior a ella. Se trata menos aquí de saber si la ejecución satisface las exigencias de esta obra que, precisamente, postula ser ejecutada para ofrecerse como objeto estético. Por ello hablamos aquí de verdad, no de realidad: la realidad de la obra es lo que es según sea o no ejecutada; su verdad es lo que ella postula ser y lo que llega a ser precisamente por la ejecución: el objeto estético, este objeto al que nos referimos implícitamente para hablar de la obra y también para apreciar su ejecución. La ejecución revela y completa este ser de la obra, y solo tendremos una idea insuficiente de la obra hasta que no hayamos asistido a esta ejecución, o al menos que nos la hayamos imaginado. Pero, a través de la ejecución, apuntamos hacia la verdad de la obra y esta verdad es la que orienta nuestro juicio sobre las ejecuciones ulteriores o incluso acerca de la ejecución presente.

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