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La diferencia del estatuto del actor de teatro y del actor de cine ayudará a descubrir gradaciones en la independencia del ejecutante, al menos en lo que se refiere a la docilidad que se le exige. Digámoslo de una vez: sería necesario distinguir entre el ejecutante que, propiamente, ejecuta, y aquellos que se asocian a la ejecución produciendo una obra que debe integrarse en la obra total y subordinarse al conjunto, pero que por sí misma no es una obra de arte susceptible de ser exhibida en cuanto tal; reservaremos este problema de la colaboración entre las artes para un tratamiento posterior. Además, entre los ejecutantes propiamente dichos, cuyo arte, por mucho respeto que se le deba, no es más que una técnica, convendría distinguir según estén más o menos estrechamente asociados a la obra y a su prestigio: en un lado se hallarían el contratista o promotor, los operarios que ejecutan los proyectos arquitectónicos, en el otro, un poco más allá del actor de cine, estaría el bailarín, que con frecuencia es el mismo coreógrafo, y que, en cualquier caso, es tanto más indispensable para la obra cuanto que no existen elementos sígnicos que lo conserven, solo existe en estado de proyecto o de tradición hasta que el bailarín le da la plenitud sin igual: su cuerpo triunfante es la materia más perfecta de lo sensible. Pero ¿qué decir de las artes en las que lo sensible no parece requerir en absoluto una ejecución?

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