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Acerca de este punto, sin desarrollarlo, querríamos introducir una distinción entre el actor de teatro y el actor de cine. Sabemos muy bien cuál es el prestigio de las estrellas de la pantalla, y que el público se siente hasta más atraído al cine por la vedette que por la película; contra esto además ya reaccionó el cine soviético primero y luego el cine italiano; hay que observar que las más grandes películas colocan antes el nombre del director que el del actor; se relega así al actor al papel de nuevo ejecutante, mientras que el autor… ¿quién es el autor? ¿El guionista, el director de escena o el montador? La cuestión no se plantea cuando las tres funciones son ejercidas por la misma persona; pero cuando se plantea debe zanjarse en beneficio del director, ya que el arte cinematográfico es un arte en el que la presentación es esencial, dado que no existe la representación, sino únicamente en cada sesión una reproducción mecánicamente obtenida; la ejecución tiene tanto más valor cuanto que solo tiene lugar una vez, y en consecuencia el director que la regula y dirige tiene la máxima importancia. Hay más: la obra impresiona más enérgicamente la vista toda vez que solo dispone de una simple pantalla para desplegarse; su aparecer se inscribe más exclusivamente aún, si cabe, en el ámbito de lo visual; los valores propios de la visión, en su expresividad, son aquí mucho más intensos: en la pantalla parece que nada nos es familiar, todo nos interroga y nos habla interrogándonos, un jarrón sobre un mueble puede contener el misterio y la elocuencia de un jarrón de Cézanne, lo que no ocurre en la escena (por ello el cine se ve forzado a inspirarse en la pintura, no solo por hallar en ella el color adecuado a cada detalle, sino también por sus valores propiamente pictóricos, como se ha podido constatar en la Kermesse heroica). De aquí que la acción que represente la obra deba ser concebida en términos de imágenes y de movimiento y desarrollarse a un ritmo más rápido que el teatro: Huis clos es inconcebible en la pantalla. Generalmente puede afirmarse que la mejor obra de teatro transportada sin precauciones al cine, sin tener en cuenta las leyes propias de cada género, da como resultado un film prácticamente inexistente o que solo vale como un documental, como puro medio de reproducción y no como obra de arte. En el cine, incluso en el cine sonoro, el texto no es más que un pretexto: el verdadero autor es el director.10 De esta promoción el actor también se beneficia a su vez: hace algo más que decir un texto, se dice a sí mismo para ser contemplado en todos sus detalles; no puede retroceder ante su papel y por ello al final solo existe un solo papel, que es él mismo, y que continuará siéndolo, si damos crédito a la nueva hagiografía, en la vida cotidiana. En la pantalla, el carácter alucinante de su presencia, tanto más imperiosa al ser ficticia, le vuelve más admirable: es algo lejano, como un espejismo y convincente como un encantador. (A todo esto vienen a añadirse otras razones extrínsecas a la obra: el culto al actor responde a ciertas necesidades de compensación, al deseo de vivir por delegación una vida de prestigio: a la hipertrofia del ego en el artista responde una atrofia del ego del admirador…).

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